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Avión secuestrado en Noche Buena

Avión secuestrado en Noche Buena

La primera señal de que algo no estaba bien fue un anuncio por el altavoz: “Le pedimos al pasajero que está usando su celular que lo apague, está causando problemas con las comunicaciones del avión.” 

La segunda señal fueron tres hombres que de pronto entraron a la cabina del piloto. Los tres, igual que yo, iban en primera clase. 

La puerta se cerró y yo volteé a ver, confundido, a mi compañero de asiento.

Noté que hablaba por su reloj-celular y parecía que llevaba un buen rato así. Intenté bromear y le dije: “¿No será usted el que está causando problemas con las comunicaciones, verdad?”. 

Me lanzó una mirada seria sin dejar de hablar en voz baja.

Una sobrecargo pasó junto a mí y se dirigió a la cabina. 

Intentó abrir la puerta, pero no pudo. Se volteó con el rostro tenso, maquillado pero lleno de preocupación. Algo raro estaba pasando, y un nudo empezó a formarse en mi estómago.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y pensé: “¡Por favor, otro secuestro no, no justo en Nochebuena!”. Como experto en telecomunicaciones de una de las compañías más grandes del mundo, llevaba años viajando por todo el planeta. 

Y en menos de seis meses ya había pasado por dos secuestros de avión: uno en Filipinas y otro en Kuwait. En ambos casos, guerrilleros locales pedían liberar a sus compañeros presos.

Por suerte, salí con vida de ambas situaciones.

Ahora solo quería llegar a Nueva York para pasar las fiestas en casa. ¿Quién se querría llevar un avión en medio del Atlántico? ¿Por qué no esperar hasta estar más cerca de la costa? Pensé que tal vez era un grupo de alguna república de Asia Central intentando desviar el vuelo, pero no tenía sentido. 

 

A estas alturas, cambiar la ruta sería muy arriesgado.

 Quizá solo era mi imaginación jugándome una mala pasada después de todo lo vivido.

Miré a mi compañero de asiento buscando algo de tranquilidad. 

No parecía nervioso; estaba concentrado en lo que parecía una pluma, pero un poco más grande. De pronto, el objeto se desplegó como un pequeño paraguas redondo, del tamaño de un disco. 

Lo puso con cuidado en la mesita apuntando hacia la ventana. 

A su lado tenía una tableta, de esas que se habían vuelto populares últimamente, y le conectó su reloj-celular. 

Se colocó un auricular inalámbrico y empezó a hablar.

“Vaya,” pensé, “este tipo está decidido a describirle a su esposa todo el menú de la cena de Navidad.”

Sin dejar de murmurar algo como una letanía, el hombre deslizó una tarjeta en la tableta. Justo entonces, el piloto habló por el altavoz: “Señoras y señores, mantengan la calma. Tenemos a unos señores en la cabina que quieren negociar con la Casa Blanca. Todo está bajo control. Lo único que no sabemos es dónde aterrizaremos.”

Cerré los ojos y, por dentro, grité: “¡Maldición!”. Sentí que el hombre a mi lado me tocó el brazo. Al voltear, me apuntaba con una mini cámara de video.

—¿Qué hace? ¿Quiere grabar recuerdos? Pues busque otra cosa que hacer, porque puede que no salgamos vivos de aquí.

—No, señor Preston. Es usted quien está haciendo historia. Ahora mismo lo ven unos miles en Internet. En 15 minutos serán millones.

Vi mi imagen en la pantalla de la tableta. Murmuró algo a su reloj y la imagen desapareció.

—Acabo de enviarla a una página que está transmitiendo en vivo. 

Espere… ya hay más de 265,000 conectados. No está mal, ¿verdad? La Red se está calentando.

—¡Usted es uno de los secuestradores! ¿Qué quieren?

 

—Tranquilo. Es sencillo: volar hasta medianoche. Si todo sale bien, aterrizaremos un minuto antes de la misa de gallo. Llegará tarde a su cena, pero llegará.

Traté de conectar todas las piezas, pero no lograba entender el panorama completo. Finalmente comprendí lo que mi compañero tenía sobre la mesita: un servidor completo de internet conectado a varios satélites. 

Estaba transmitiendo información en tiempo real a diferentes servidores en todo el mundo. Me di cuenta de que sería casi imposible bloquear sus señales. 

Seguramente las enviaba disfrazadas como parte del sistema de comunicaciones del avión. Pero, ¿con qué objetivo? ¿Por qué hacerlo? ¿Qué buscaban?

En medio del caos mental, algo hizo clic:

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Tomamos ciertas precauciones. De hecho, planeamos su viaje desde el principio, incluyendo el “problema” que tuvo en la central de Albania. 

Si los militares logran bloquear nuestras comunicaciones, siempre podremos usarlo a usted para abrir canales en los satélites de su compañía. Pero tranquilo, tal vez no sea necesario. Espere un momento.

Cambió la tarjeta de la tableta por otra.

—Mire, aquí está su página personal. Ahora es parte del sitio que transmite todo el operativo. Su biografía es muy interesante. Estoy seguro de que, al saber que lo tenemos aquí, desistirán de bloquear los transpondedores que controlamos. Por cierto, ya hay 12 millones de personas conectadas. Están llegando miles de mensajes preguntando quiénes somos, qué queremos y cómo están los pasajeros.

—Tenemos más de 200 personas respondiendo mensajes. ¡Ah! Mire, hay un chat para usted. Es del señor Kessler, el presidente de su compañía.

El hombre me miró con una sonrisa fría. —No le dejaré hablar directamente. Usará su reloj-celular, pero todo se transcribirá automáticamente. Hable con calma, la conversación aparecerá en la web al instante, igual que la que mis compañeros tienen con la Casa Blanca.

No tenía idea de qué decirle a Kessler. ¿Qué explicaciones podía darle si él ya sabía más que yo gracias a Internet? Me pidió que pensara bien cualquier “colaboración” que los secuestradores pidieran, pero que no pusiera en riesgo vidas. Básicamente, me dio luz verde para hackear algunos satélites si era necesario.

Cuando terminó la llamada, vi cómo la conversación se transcribía en la pantalla, acompañada de videos de Kessler. Todo ya estaba en línea. Mi vecino me miraba con una calma que me ponía de los nervios.

—Este es el primer operativo de este tipo: sin negociadores, intermediarios ni medios tradicionales. 

Todos se enteran de lo que pasa en tiempo real. Incluso los mensajes del Presidente ya están en la web. ¿No le parece fascinante?

Me quedé sin palabras.

—Los militares están perdiendo la cabeza. Uno hasta nos amenazó con lanzarnos un misil para hundirnos en el océano. 

Ahora esa conversación está publicada, con gráficos incluidos de lo que pasaría si nos disparan. Es irónico, ¿no? La mayoría de la información es del Departamento de Defensa; solo hicimos enlaces a sus propias páginas.

—¿Qué quieren? ¿Quiénes son ustedes?

—Ya se lo dije: solo queremos aterrizar a medianoche, dos horas y media más tarde de lo previsto.

—¿Y para eso secuestran un avión?

—No llamaría a esto un secuestro. Simplemente ayudamos al piloto cuando los sistemas de navegación se complicaron por nuestras transmisiones a internet. 

No hemos pedido nada al gobierno, no hemos causado daño y ni siquiera hemos exigido un coche para escapar, porque no hay nada de qué escapar. 

Nosotros nunca dijimos la palabra “secuestro”. Solo explicamos que hay tres civiles en la cabina y que los pasajeros están tranquilos.

Me mostró una página en la pantalla.

—Mire, aquí están las secciones dedicadas a los pasajeros. Ya tenemos páginas personales para cada uno, muchas enlazadas con sus perfiles y empresas. 

 

Mis compañeros están trabajando sin parar.

—Me rindo. No entiendo nada. ¿Está diciendo que arriesgan todo esto solo para retrasar el aterrizaje un par de horas?

—No solo por eso. Nos pagan 16 millones de dólares. Usted, que vive metido en redes, ha mirado la pantalla más de 20 veces y no ha notado el recuadro de “Patrocinio”. Nos pagan por ocupar la hora más vista de internet. Y no hay mejor “hora punta” que Nochebuena, cuando la mitad del planeta está en casa y conectada desde la tele, la tableta o hasta el anillo-módem.

Sonrió, satisfecho.

—Desde que empezó todo esto, hemos lanzado cientos de páginas web, todas con publicidad. ¿Se imagina lo que vale eso con 82 millones de personas siguiéndonos en tiempo real? Y todo es una percepción. Aquí no pasa nada más que lo que ya le conté. La gente está angustiada porque no sabe qué queremos, pero lo que quieren imaginar es más grave.

Me miró con esa calma irritante.

—Vamos, señor Preston, no se ponga así. Relájese, tómese un whisky. 

Agradecemos lo que usted y su compañía hacen para mejorar la conectividad. 

Pero, ya sabe, todos tenemos que ganarnos la vida, ¿no?

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